El Hay privado por Sergio del Molino

Supongo que hay muchos Hay, pero se pueden resumir en dos. Está el Hay del público que llena los actos, que aplaude, que se ríe, que celebra la ocasión de cruzar unas palabras con sus autores preferidos, y el Hay casi privado, el de los escritores invitados, esa comunidad efímera y extrañamente fraternal que durante unos días convive y ríe y celebra también la ocasión de cruzar unas palabras entre sí. Y de compartir mesa y mantel, o copa, en alguno de los cócteles y fiestas. Tal vez suene frívolo, y seguramente lo sea, pero mis recuerdos de los Hay pertenecen a ese rincón privado donde, por unos días, me siento parte de una comunidad paradójica, porque está formada por individualistas que dedican muchos esfuerzos a distinguirse unos de otros.

Es un tópico eso de la soledad del escritor, y como todos los tópicos, es falso. No estamos solos, o no más que muchísimos otros profesionales. Por lo general, somos humanos bastante normales, con familia, amigos y una vida llena de conversaciones e intimidades compartidas. Apenas conozco a eremitas ni a inquilinos de torres de marfil. Pero sí es cierto que algunos de nosotros echamos de menos la vida literaria, entendida por tal el encuentro con colegas que admiramos y hasta amamos, pero que viven diseminados por el mundo. La condición contemporánea, con sus prisas, sus distancias y sus horarios, ha roto aquella vida literaria tradicional que transcurría en veladores de café, ateneos y casas de poetas. Escribir, para muchos de nosotros, es una profesión exigente que no se ejerce de madrugada ni borracho.

Durante unos días, el Hay Festival nos ofrece el privilegio de emular aquella vida de tertulia y disparate. Autores de muchos países nos tocamos, nos vemos, nos hablamos y -sí- nos emborrachamos, y quizá no sea esto lo más constructivo ni ejemplar del mundo literario, ni siquiera lo más interesante (que son los libros), pero sí que es muy importante, porque la literatura no es nada sin el roce y la polución. Necesitamos mancharnos, influirnos, copiarnos, fascinarnos unos con otros. Que seamos algo más que una resma de páginas, vernos humanos con todas nuestras grandezas y rarezas. Contra el prejuicio que desaconseja conocer en persona a un autor al que admiras, porque te puede decepcionar, yo he sentido a menudo en los Hay el efecto contrario: no sólo he admirado mucho más a autores que ya admiraba, sino que he comprado y leído los libros de escritores que me han seducido con su cuerpo y con su voz. He corrido a leerlos porque su presencia era irresistible y suponía que su obra debía de serlo también. Pocas veces me he equivocado.

En este Hay de Cartagena me ha vuelto a suceder. Incorporo a mi biblioteca varios títulos de escritores que antes, gracias a ese Hay privado y un poco disoluto, he incorporado a mis afectos íntimos. Y sé que mis propios libros, los que escriba en el futuro, no van a ser indiferentes a esas lecturas ni a esos afectos.