“No somos los clientes de Google o Facebook, solo somos su gasolina…”

Hasta ahora, la mayoría de personas hemos ignorado el hecho de encontrarnos en la ‘era de la vigilancia’. Mantenemos una relación con el teléfono basada en la utilidad y la ingenuidad. Eso empieza a cambiar a medida que voces expertas empiezan a alertar al público general sobre los peligros de las comunicaciones para la libertad individual y la democracia.

Una de ellas es la de la periodista y escritora Marta Peirano, experta en seguridad y privacidad en internet. Por medio de su charla Ted ha explicado a más de dos millones de personas que la vigilancia de los gobiernos se extiende a cada teléfono móvil gracias a los bancos de datos que absorbe la red, una masa de información cuyo acceso justifican los mismos gobiernos bajo el argumento de la seguridad nacional.

Peirano expone la falacia de ese argumento en el libro que presentará en el Hay Festival Cartagena de Indias: El enemigo conoce el sistema. Basada en entrevistas e investigaciones, Peirano, periodista adjunta a la dirección de eldiario.es, apoya la afirmación que le hizo Edward Snowden en una de las pocas entrevistas en profundidad que ha dado desde su exilio en Rusia: “La vigilancia no tiene que ver con la seguridad, tiene que ver con el poder”.

Al comprender el riesgo que corren los ciudadanos involucrados activamente en la oposición a un gobierno, o en labores de fiscalización del poder, como los periodistas, usted publicó el Pequeño libro rojo del activista en la red. ¿Los ciudadanos de a pie podemos blindarnos frente a la vigilancia digital?

Desde un punto de vista moral, no deberíamos tener que hacerlo, porque para eso están las leyes. El derecho a la privacidad es un derecho civil y, por lo tanto, debería ser protegido por las instituciones que hemos designado para hacerlo. El problema ocurre cuando esas instituciones no tienen capacidad para defender esos derechos (por ejemplo, contra empresas como Google o Facebook), o cuando son las mismas instituciones las que los vulneran. Entonces a los ciudadanos no nos quedan más opciones que poner dificultades a unas y a otras para proteger nuestro futuro.

La 'era de la vigilancia' en internet, como usted ha bautizado el periodo que vivimos actualmente, fue inaugurada por Google y Facebook. En el imaginario común ambas son íconos de progreso humanitario: brindan acceso a la información y comunicaciones gratuitas. ¿Cómo debemos entenderlas?

Tanto Google como Facebook son empresas de extracción de datos que se disfrazan de plataformas de comunicación. Pero son tan diferentes de los medios de comunicación que ni siquiera se rigen por las mismas leyes. Su negocio no es ofrecernos servicios como cuentas de correo, mapas, redes de contactos o sistemas de mensajería a cambio de nuestro agradecimiento. Su modelo de negocio consiste en usar esos servicios para extraer la máxima cantidad de información posible sobre nosotros y convertirla en predicciones para sus verdaderos clientes. Huelga decir que nosotros no somos sus clientes, solo somos la gasolina que hace funcionar su máquina de hacer dinero, que son algoritmos predictivos de inteligencia artificial.

Muchos estamos despertando hasta ahora a la realidad de que los datos que absorbe la red pueden ser usados en contra de un gobierno o para favorecerlo. No se trata, como se creía, de lo que Google o Facebook pueden hacer conociendo mi tipo favorito de pizza. Sirven para cambiar la manera en que la gente vota. Si esto puede afectar a Estados Unidos, ¿cómo se defienden los países con menos ventajas tecnológicas?

De momento, no lo hacen. La clase política ha entendido que se trata de una herramienta de manipulación política demasiado golosa para renunciar a ella. Para defenderse contra la máquina de manipulación hará falta imponer unos estándares de transparencia que ahora mismo contradicen las leyes de propiedad intelectual. También hace falta una voluntad de soberanía tecnológica que muchos países no consideran prioritaria. Mientras esta situación se demora, las grandes plataformas digitales funcionan como paraísos fiscales, en el sentido de que son infraestructuras diseñadas para proteger operaciones que fuera serían ilegales, pero quedan fuera del alcance de nuestra jurisdicción.

Ha explicado en distintos medios que el problema no es la tecnología sino el sistema, y que la solución es colaborativa. ¿Puede explicarnos en qué consisten las redes colaborativas?

Las redes comunitarias no pueden, por definición, ser privativas, funcionar de manera opaca o estar centralizadas en un centro de datos de Utah. Las redes comunitarias son abiertas, flexibles y, lo que es más importante, su forma de operar es transparente a todos sus usuarios. No podemos entender la función y objetivos de un sistema que no vemos, por mucho que dependamos de él. Eso es la soberanía tecnológica: no solo la capacidad de utilizar todos los recursos de un sistema sino el derecho a conocerlo por completo y transformarlo. Las apps que dependen de Google para funcionar –y que posibilitan la llamada 'economía colaborativa' en muchos casos– no son comunitarias, son esclavas de una de las plataformas de extracción de datos más poderosas y opacas del mundo.