“Una muerte es una tragedia, dos son una catástrofe, pero cuando ya no se pueden contar entonces se convierte en parte del absurdo de la existencia humana”

La historia de Rawi Hage es la de miles de libaneses que generación tras generación han emigrado del país ya sea por guerras, hambrunas o simplemente un futuro mejor. En su caso dejó Beirut durante la guerra civil que azotó el país entre 1975 y 1990. De Chipre pasó a Nueva York y años más tarde se radicó en Montreal, donde vive actualmente. Desde entonces ha tenido múltiples vidas: chofer de taxi, fotógrafo, artista visual, periodista y finalmente escritor. Ese último paso lo dio con El Juego De Niro, una novela ambientada en el marco de la guerra civil libanesa que lo llevaría a recibir múltiples premios, entre ellos el IMPAC Dublín Literary Award en 2008.

Después de años de haberse prometido como escritor alejarse del conflicto libanés, Hage ha regresado con una novela situada en la década de los noventa en su país natal en la que un integrante de una secta anti religiosa se dedica a darle una sepultura digna a todos aquellos que no encajan en esa sociedad conservadora en la que los valores religiosos, sean estos maronitas, greco ortodoxos, chiitas, sunitas, drusos o más, marcan la vida de cada uno de sus habitantes.

En su nuevo libro Beirut Hellfire Society vuelve a escribir sobre Beirut. Ya lo había hecho en El juego De Niro pero, si no me equivoco, en sus obras posteriores El Ladrón de intimidades (Cockroach [Cucaracha], su nombre original en inglés) y Carnival su intención fue desmarcarse de la realidad libanesa, pero sobre todo de las memorias de la guerra. ¿Qué lo llevó a volver a escribir sobre Beirut?

Sí, me prometí que no sería un escritor que sitúa sus novelas en un solo lugar o ciudad, personalmente me considero un escritor transnacional. Pero las cosas en Líbano y el resto de Oriente Medio todavía no se resuelven y me vi a mí mismo contemplando un desfile de muertos y cuerpos producidos por las guerras perpetuas. Las muertes parecen no tener fin. Pienso que los colombianos entienden bien esa situación de vivir en una violencia que nunca acaba. La novela refleja esas constantes lamentaciones, esos constantes entierros. Una muerte es una tragedia, dos son una catástrofe, pero cuando ya no se pueden contar entonces se convierte en parte del absurdo de la existencia humana.

En Beirut, y en Líbano en general, las heridas de la guerra todavía están abiertas. La vida sigue adelante, muchas veces en rodeada de una belleza que es difícil de encontrar en otras partes, pero al mismo tiempo siempre existe ese sentimiento de que la guerra podría reiniciarse en cualquier momento. La incertidumbre es parte de la vida. ¿Cómo afecta esa situación a su manera de aproximarse a su vida diaria?

Pienso que durante las últimas décadas la literatura libanesa ha estado obsesionada con la narrativa de la guerra. Y sí, precisamente el sentimiento de que la guerra no se ha cerrado y que puede renovarse, todavía ronda. Tal vez esa es la razón por la que cuando la guerra terminó no se estableció un proyecto de conciliación o una aproximación honesta a lo que sucedió. El gobierno no estaba dispuesto a lidiar con ninguna de esas memorias o responsabilidades. Había una sensación de desapego. La gente solo quería olvidar. Creo que solo los artistas y escritores se encargaron de registrar lo que sucedió y, dado que la narrativa fue impugnada, la mayor parte de la documentación tuvo un enfoque ficticio.

Los libaneses son una sociedad que están esparcidos alrededor del mundo. Conocen como pocos lo que significa ser refugiados o emigrantes, pero al mismo tiempo su relación con los refugiados, primero palestinos y últimamente sirios, es extremadamente complicada, por no decir dolorosa. ¿Cuál es su reflexión acerca de este fenómeno? ¿Cree que hemos llegado a un punto de total individualismo donde se ha perdido la compasión hacía la realidad del otro?

Pienso que estamos atravesando un periodo en el que los seres humanos estamos sobrepasados por la velocidad de los eventos y las noticias. La cantidad de información y sucesos con los que somos bombardeados diariamente está destruyendo nuestro sentido de la empatía. Todo es asustador: el espectáculo y la violencia de unos peleando en contra de los otros, y también la violencia en contra de la naturaleza.

¿Puede la literatura ayudar a crear lazos entre esas comunidades?

Pienso que la escritura, quiero decir la escritura hecha con sentido, está regresando a su lugar original en la historia, cuando era hermética. Creo que actualmente hay que distinguir entre un novelista y un escritor de eventos actuales o temáticos. Hay un cierto sentimiento de retiro de los escritores y lectores que todavía les importa en la literatura predomine la profundidad, el pensamiento y el lenguaje.

Un novelista siempre está en diálogo con la historia y se posiciona entre el pasado y un futuro alcanzable. Esa es la mejor posición, y más honesta, que un novelista puede asumir, y siempre de una manera tranquila y discreta. Los escritores reales no se consideran a sí mismos escritores como sí misioneros en el sentido secular - o tal vez también religioso-.

Hay quienes en su vida quieren ser escritores y aquellos que buscan contribuir con un margen significativo, más humano y con el pleno conocimiento de que en el futuro ninguna de sus contribuciones podría sobrevivir.

¿Se considera un escritor emigrante?

Soy un escritor transnacional que es testigo de la destrucción y de las maravillas de la vida.

Rawi Hage hablará sobre cómo la violencia y los conflictos marcan la vida de las sociedades con el escritor colombiano Pablo Montoya el viernes primero de febrero a las 19:00 horas en el Hotel Sofitel, Salón Santa Clara. La conversación estará moderada por Camilo Hoyos.