Santa Rosa del Lima o la capital del mundo (Hay Festival Comunitario) por William Navarrete

Hace tiempo que Macondo se convirtió en una palabra peyorativa. Cuando se evoca un pueblo de difícil acceso, con horizonte sin perspectivas, pasado nebuloso, al que se llega a duras penas para no salir nunca, sin esperanzas y en donde ya nadie espera nada, la gente suele decir: ‘‘Esto es Macondo’’.

La culpa la tuvo, ya lo sabemos, el brillante García Márquez, y sobre su Macondo casi imaginario y los otros Macondos que hubo después, de nombre tan sonoro y oportuno como tribal y simiesco, ha corrido muchísima tinta.

El chófer nos conduce tierra adentro.

Vamos a Santa Rosa de Lima, uno de los pueblos que el HAY Festival ha escogido para su programa del HAY Comunitario. Está a una hora de Cartagena, en la provincia de Bolívar. En esa trastierra el calor es sofocante. Basta ver la reverberación tras los cristales del auto para adivinar que es un monstruo con lengüetas de fuego lo que nos espera afuera. Me dejo ganar por la añoranza del campo cubano. El viaje es un túnel del tiempo en el que veo los mismos gallinazos que en la Isla llamamos ‘‘auras tiñosas’’, la misma gente afanándose al borde de la carretera, los árboles con sus troncos a medio pintar de blanco, el ganado de mirada extraviada por tanto calor … esa sensación de tierra una y mil veces conquistada y siempre por conquistar.

Viajo en el auto con Niurka Rignack, ex compañera de estudios de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y ahora mi presentadora, a quien no había vuelto a ver en casi tres décadas, activa colaboradora para el HAY, quien vive desde hace años en Cartagena y es ya una cartagenera más. También vienen Sabina Schotborgh, nuestra voluntaria del festival, y Pierre, un amigo francés con quien he viajado por Colombia antes de llegar al HAY, además del conductor.

Santa Rosa de Lima tiene un nombre rimbombante. Se presta a equívoco pues, a excepción de la santa patrona limeña por la que se consagró su iglesia, nada hay en él que recuerde a la capital del Perú. Es uno de esos nombres de virreinato que llevan muchos pueblos americanos, y sus habitantes lo pronuncian con orgullo, a pesar de que varios cartageneros me dijeron que ignoraban dónde de encontraba.

El HAY Festival trasciende más allá de sus fronteras. Desborda la ciudad amurallada y Patrimonio de la Humanidad de Cartagena en su deseo legítimo de llevar la literatura a comunidades rurales alejadas de los polos culturales de siempre, sitios en que los estratos más modestos de la sociedad son con frecuencia olvidados y hasta desdeñados por los medios tan ávidos de lo manido y las celebridades tan ávidas de la fama.

Confieso que ignoraba todo de este pueblo. Peor: acostumbrado a la mezcla de apatía y desgano con muchas veces un autor es recibido en las bibliotecas municipales y tribunas de Francia y de Navarra (que es un dicho francés para decir ‘‘en todas partes’’), iba con reservas.

Nuestro auto acelera el paisaje. Asociaciones y recuerdos pasan pasan veloces. Al final del camino el pueblo como cualquier otro de la costa caribeña. Debe haber por lo menos cuatro grados más que en la ya calurosa Cartagena. No corre brisa alguna en ese mundo estático. Las cuatro de la tarde y pocos se asoman en los portales. Si no amaina el bochorno, como se le llama al calor en muchos sitios, cuando baje el sol diré que he visitado un pueblo fantasma.

Llegamos a la biblioteca. Es una casa modesta, con pocos anaqueles a lo largo de las paredes. Arrinconan las mesas y colocan sillas en su lugar. Extienden un mapa del departamento de Bolívar con gesto de protocolo ancestral. La sala antes vacía empieza a llenarse poco a poco. A pesar de que es sábado llegan los primeros adolescentes con sus uniformes de escuela. La sala se anima con la presencia de otros recién llegados. Hay gente de todas las edades, más de cincuenta. Ocupan sus puestos en silencio, se saludan discretamente, como si ingresaran en un templo. Todos se han endomingado. Sé que es una marca de respeto por la literatura y por nosotros, el pequeño cortejo que los visita hoy. Así sucedía antes en los pueblos de cualquier parte del mundo. Antes.

Hablo de Cuba, de la identidad caribeña, del gracejo popular que compartimos, de dichos y frases, de las muchas voces que han coloreado nuestros acentos, de las tantas veces que hemos intentado recomponer, generación tras generación, nuestras sociedades. Leo un fragmento de Deja que se muera España, mi reciente novela y alguien del público trae un poema de amor de José Antonio Buesa, un poeta cubano de la primera mitad del siglo pasado ya casi olvidado. En la sala hay otro escritor nativo de allí, Santiago Pinto Vega, que ha vivido en otras partes y me ofrece dedicado Vertiente de amor y vida, su último poemario. Las preguntas fluyen. El intercambio es cálido. Algunos quieren escribir, otros me preguntan si es difícil publicar, si hay correctores de estilo que nos ayudan, si las citas deben colocarse al pie de las páginas o integrarse en el cuerpo del texto, si hace frío en donde vivo. ‘‘¿Por qué escogió ese título para la novela?’’ ‘‘¿Cómo organiza la historia?’’.

Decenas de preguntas. Como si se hubieran acumulado desde hace tiempo, tal vez desde la época en que pasó por allí el último forastero.

He sido yo quien ha salido enriquecido de este encuentro. Son ellos quienes tienen mucho que enseñarnos de la vida. Pasan por mi mente palabras que son sensaciones: sencillez, ternura, humildad, respeto, dignidad … que raras veces concurren en un mismo tiempo/espacio. Gestos para los que ya no estamos preparados. Y quedo desarmado ante tanto afecto, ante la generosidad franca y espontánea con que he sido recibido.

Los autores pasamos en carrera trepidante por salas, universidades, librerías, escenarios, micrófonos, entrevistas. Hay una zona irreal y oscura con brillantes proyectores en todo esto. El foco de luz hace que perdamos el contacto con la realidad. A veces hay algo de mecánico en la manera en que leemos o hablamos hoy en México y mañana en un festival cualquiera, en el sur de Francia o en donde sea. No es que lo hagamos mal ni sin deseos. Más bien nos dejamos llevar por ese acuerdo tácito que implica para qué y para quiénes escribimos.

Santa Rosa de Lima y, por extensión, el Hay Comunitario es ese instante en que todo da un giro. Una trampa deliciosa para la que no estaba preparado. Del intercambio diáfano con su público, de la delicadeza en sus gestos, el fluir natural de la vida que llevan, el pausado ritmo en cada palabra, la generosidad y calidez del tiempo regalado, brotan sentimientos que estaban prisioneros en las tramas de mis libros. Tan improbables como ajenos al mundo en que vivo.

De pronto me entero dónde encontrar lo que vale la pena salvar del mundo. Es indescriptible – palabra prohibida para quien debe saber expresarlo todo – la emoción que siento. ‘‘Es lo mejor que me ha pasado desde que viajo por Colombia’’, afirma Pierre. Es una de las presentaciones más auténticas que he conocido, le respondo.

No sé si ahora los santarroseños (¿es ése el gentilicio?) sabrán cómo escribir una novela. Tampoco si les quedó claro que las citas cada cual las integra a su manera, y que ser publicado o leído es casi incompatible con la belleza del instante que me ofrecieron.

Lo único que sé es que en alguna parte de lo que escribiré en el futuro quedará la huella de ellos, de ese pueblo, de esa tarde.

Yo que creía viajar a Macondo he estado realmente en el centro del universo. En Santa Rosa de Lima sobra el amor y del amor nacerá siempre, una y mil veces, el mundo.