Bonus Track. Entrevista con Jon Lee Anderson (español)

Eduardo Rabasa entrevista a Jon Lee Anderson con motivo de la próxima publicación de su libro Los años de la espiral. Crónicas de América Latina.

Da la impresión de que siempre has tenido un cariño particular por América Latina. Hablas perfectamente el idioma y escribiste la biografía de referencia de una de sus figuras más icónicas, el Che Guevara, en parte mientras vivías en Cuba. ¿Cómo describirías el espacio mental que esta región ocupa para ti, y cómo se refleja en tu práctica periodistica?

América Latina es mucho más que un continente que conozco y en el que he pasado buena parte de mi vida, y al cual le tengo mucho apego: es mi musa. Si un hemisferio puede ser una musa, eso es Latinoamérica para mí. Su cultura, su política, su historia y las preocupaciones y tribulaciones de sus habitantes son cosas con las que me identifico, a las que me siento muy vinculado.

Y en cuanto a cómo ha impactado mi práctica periodística esta relación, veamos: comencé mis primeros reporteos en América Latina. Ahí aprendí el oficio del periodismo, primero en Perú y después cuando viví en Honduras y El Salvador, en una época de violento conflicto civil. Viajé extensamente por toda la región, experimentando y reporteando sobre situaciones extremadamente dramáticas. Estas experiencias de formación me aproximaron a su gente, creo, y he entablado amistades de largo plazo en los países donde he trabajado, mismas que conservo hasta la fecha.

En el resto de mi carrera periodística, he vuelto una y otra vez a Latinoamérica, en ocasiones pasando largas temporadas fuera, reporteando en África o el Medio Oriente, pero siempre he regresado. Durante la última década América Latina ha formado parte sustancial de mi trabajo, y me alegra mucho estar de vuelta en una región que es como un hogar para mí. Me complace contribuir a contar sus historias al resto del mundo, en particular a los ciudadanos de Estados Unidos, donde yo nací, pues tengo la certeza de que muchos de mis compatriotas no conocen la región o comprenden a sus habitantes o sus problemas tan bien como deberían. Supongo que buena parte de mi reporteo refleja un cierto deseo mío de desempeñar un papel como mediador.

Como mencionas en el prólogo del libro, las crónicas ahí reunidas reflejan una década, 2010-2020, de grandes cambios y turbulencias en América Latina. ¿Crees que podría decirse que como región tiende a moverse colectivamente en ciclos? 

Creo que sí, como quizá sucede con todas las regiones, pero no hay duda de que en América Latina, pese a su gran diversidad, los vínculos culturales e históricos en común, al igual que la geografía, tienen una gran influencia, así como las grandes personalidades que aparecen en escena. A manera de breves ejemplos, consideremos a Fidel Castro o Hugo Chávez o, en el otro costado del espectro político, Augusto Pinochet. Estos personajes obviamente han tenido un impacto no sólo en sus países, sino en cierta medida, para bien o para mal, en todos los latinoamericanos.

A partir de la década de 1930 hasta la de 1950 hubo una oleada de dictaduras militares en la región, dictaduras que fueron en su mayoría de derecha. Estas comenzaron a ser reemplazadas a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta por endebles democracias, pero esta tendencia también coincidió con la revolución cubana y el auge de las guerras de guerrillas marxistas, y las contrainsurgencias con respaldo estadounidense por todo el hemisferio. Luego apareció una nueva oleada de dictaduras de derecha con patrocinio estadounidense, que duraron hasta el fin de la guerra fría, alrededor de 1990.

Desde entonces hemos visto la vuelta de los ejércitos a los cuarteles y un restablecimiento de la democracia, pero esto coincidió nuevamente con un resurgimiento de gobiernos izquierdistas, liderados por Hugo Chávez y, como siempre, con Fidel Castro respaldándolo. En el más reciente ciclo, que ha corrido en paralelo con la presidencia de Trump, ha habido un nuevo retroceso de la izquierda y un ascenso de la derecha, así como de un populismo postideológico, que parece estar teniendo el mismo efecto de contagio que el Covid-19. Sin importar cuán únicos sean cada uno de sus países, pocos fenómenos ocurren en América Latina de manera aislada.

Por momentos se lee como una versión extrema de periodismo gonzo, en el sentido de que mientras reporteabas para estas crónicas disparaste por accidente la pistola de un sicario colombiano, o ayudaste a llevar agua y comida para los supervivientes del terremoto en Haití, o presenciaste cómo un periodista nicaragüense era golpeado por paramilitares de derecha. ¿Crees que en algunas de estas crónicas tuviste un involucramiento (o riesgo) personal mayor de lo habitual?

Siempre he sido un periodista al que le gusta ensuciarse las manos, por decirlo de alguna manera. Entre más cercana y personal sea mi labor, mejor para mí. Si bien no busco situaciones peligrosas a propósito, a menudo se encuentran ahí, a la vuelta de la esquina, insertas en algunas de las circunstancias desde las que debo reportear. Como sabe cualquier latinoamericano, incluso la vida “normal” no está exenta de riesgos.

También mencionas que en los últimos años de la década algunos de los cambios han sido en parte una respuesta al fenómeno Trump, pero me resulta curioso que en lugar de que atestigüemos una especie de resistencia latinoamericana contra sus agresiones, las reacciones han sido muy variadas, yendo desde la típica retórica antiimperialista hueca (Venezuela), al apaciguamiento (México), a la emulación (Brasil). ¿Por qué crees que una figura tan polarizante no ha producido una especie de movimiento latinoamericano solidario en su contra?

Lo primero es que existe una añeja tradición de subordinación a Washington y a los poderosos –y lucrativos– intereses corporativos estadounidenses por parte de la clase política latinoamericana. Han habido algunas excepciones: la primera y más obvia es desde luego Fidel Castro, estilo emulado por Chávez y ahora, como señalas, por Maduro, sólo que muy lamentablemente. Dadas sus propias limitaciones y la ruinosa economía venezolana, Maduro no puede ni competir con sus antecesores en “plantarle cara” retóricamente a Washington.

Lo segundo, es el miedo. El miedo a Trump –a los castigos que pueda infligir a la economía o al sistema político de un país– es desde luego lo que motiva la táctica de apaciguamiento de AMLO. Más allá de la visión personal que tengan de Trump, los gobiernos de los países más pequeños y más débiles, con lo dependientes que muchos son de la ayuda norteamericana, el comercio, la migración y las remesas, lo más que pueden hacer es emplear una táctica que se conoce como rope-a-dope* hasta que Trump se haya marchado y sea reemplazado por alguien menos monstruoso. En última instancia, nadie quiere terminar como Noriega que, si tuviera que aventurarme a predecirlo, es posible que sea como llegue el fin de Maduro.

Dedicaste una de las crónicas al contacto con una tribu indígena en Perú, previamente aislada, los mascho piro, y otra al impacto que la minería del oro ha tenido sobre los kayapo en Brasil. ¿Cuál fue tu impresión personal, o incluso sensación, de estos encuentros entre dos mundos opuestos, en donde uno de ellos parece condenado a sacar la peor parte.

Estas experiencias me produjeron sentimientos muy encontrados. Me consideré muy privilegiado por haber podido observar a los mascho piru conforme salían del bosque. Fue también fue algo muy triste, a causa de sus circunstancias vulnerables y por mi conciencia de que, como dices, casi seguro están perdidos. Pero también fue emocionante avistar una tribu nativa que aún vivía en su estado de naturaleza “original”, condición humana que está desapareciendo y ya casi no existe en el mundo.

Ver a los kayapo y a los mineros de oro que han avasallado su reserva forestal y destruyen su estilo de vida fue, de nuevo, algo inmensamente triste, pero por fortuna pude equilibrar este retrato de la destrucción con una visita a una comunidad kayapo más intacta, que vive en lo profundo del bosque y es liderada por un jefe determinado a mantener a raya a los mineros y continuar viviendo de manera tradicional. Queda algo de esperanza.

Sé que es muy arriesgado hacer una predicción –particularmente en política durante una época como la actual–, pero, a partir de tus extensos viajes por América Latina, tus conversaciones con algunos de sus actores clave, así como ciudadanos de a pie, ¿ves alguna esperanza en el futuro cercano para la región? ¿Ves alguna señal de que la marea pudiera nuevamente virar hacia una dirección más prometedora?

Creo que con un gobierno de Biden en Estados Unidos podría haber un recomienzo del reloj político con América Latina, cuestión que Obama comenzó a hacer con su esfuerzo por llegar a una detente con Cuba, y que Trump ha desbaratado de forma muy destructiva. Pero incluso con un mejor gobierno estadounidense, es una región que afronta muchos problemas, que empeorarán con el desplome económico producido por la pandemia del coronavirus. Entre ellos se cuentan problemas endémicos de corrupción política, ausencia de Estado de derecho, desigualdad y pobreza, criminalidad vinculada con el tráfico de drogas, niveles extremos de violencia y devastación ambiental: es una larga lista.

Pero en última instancia siempre soy optimista en lo relativo a América Latina, pues en última instancia es el Nuevo Mundo, una región extraordinariamente rica en cuanto a su diversidad cultural, imaginación e innovación, con una ascendente población de gente joven que, como los jóvenes de todas partes, exigirán algo mejor para ellos mismos y para sus hijos que lo que se les ofrece hoy en día.

** Término procedente de una táctica de boxeo, popularizada por Muhammad Ali, consistente en que uno de los contrincantes absorbe castigo deliberadamente para fatigar al rival, con la esperanza de salir victorioso en última instancia. (N. del T.)