Escribir de cara a las otras lenguas

La cita fue a las 7 de la tarde en el Museo de la Ciudad, un edificio cuya laberíntica disposición recorrí muchas veces, azorada, de niña. Volver siempre es extraño. Hace más de dos décadas que no vivo en Querétaro. Me he desacostumbrado a las calles ruidosas del centro, a los maniquíes sin cabeza pero de curvas generosas que franquean la calle de Corregidora, al sabor de los mantecados y a los altoparlantes que anuncian descuentos en la Tienda del Sol. Volver a Querétaro y mirarlo de nuevo desde afuera, siendo otra, me genera un extrañamiento que se extiende hasta mi propia piel. Mi versión adulta me parece improbable frente a esa niña larguirucha que fui, desgarbada, de cabello corto como el un muchacho y que siempre desgastaba su uniforme a la altura de las rodillas.

Vivir en más de un idioma, formar parte de más de una cultura, abre una brecha similar entre una y el mundo. Selma Dabbagh y yo hablamos de esto en el evento de Parejas Literarias en conversación con Gaby Wood. Platicamos durante casi una hora cercadas por las intensas luces del escenario. Más allá de lo visible, en las sombras, escuchábamos el murmullo tenue de la intérprete que vertía nuestras palabras de un idioma a otro como agua entre dos recipientes. Las tres integrantes estuvimos expuestas a más de una lengua cuando éramos pequeñas. Selma, de madre inglesa y padre palestino, creció escuchando inglés y árabe. Desarrolló una añoranza por conocer a fondo el idioma y la cultura de su padre. Una sensación de tener el árabe a la vez cerca y lejos marcó su pasión por ese idioma y posteriormente influyó en su deseo de ser escritora. Mi historia es un poco distinta: yo fui una niña monolingüe, cuyo conocimiento del inglés se reducía a washawashear canciones de los Beatles en el coche, hasta los 6 años, cuando me mudé con mi familia a los Estados Unidos. Durante los dos años subsecuentes y antes de volver a México e instalarnos en Querétaro, entré de clavado en las frías aguas de un idioma extranjero. En ese baño de realidad aprendí varias cosas. Una de ellas tiene que ver con la materialidad del lenguaje: escuchar una lengua sin entenderla ni por error me volvió consciente de su dimensión sonora. El lenguaje, descubrí, es música. Este aprendizaje me acercó, sin saberlo entonces, a la poesía. Simultáneamente, escuchar el mismo mundo, los mismos objetos, dichos de otro modo, inauguró un espacio de extrañeza entre el mundo y yo, una frontera dilatada, una brecha. Mirar el mundo entonces fue como volver a Querétaro y, después de perder la costumbre de observarlos todos los días, volver a ver los muros desportillados cubiertos de buganvilias refulgiendo bajo la luz del crepúsculo. El mundo, renovado, a la vez ajeno y más suyo que nunca.

Además de detenernos en estos temas, Selma y yo platicamos de nuestras novelas, Out of it y Malacría, y el costado sombrío de la herencia, un tema que se trata en ambos libros de formas diametralmente distintas. Cuando terminó la charla, nos quedamos con la sensación de que quedaban muchos temas abiertos. La frontera cultural y lingüística que nos separa nunca fue un estorbo, más bien nos deleitamos en todo lo que descubrimos tener en común. Nuestra lingua franca, pienso, no fue el inglés sino una forma de vincularnos con el lenguaje: una forma íntima y atravesada por el asombro. Édouard Glissant decía que escribimos siempre de cara a todas las otras lenguas del mundo. Después de esta charla se reafirma mi convicción de que nunca escribimos solas, de que toda escritura es conversación, y de que mi español, local, mexicano, dialoga también y sin saberlo con el inglés, esa lengua que fue agua fría y luego casa, y con el árabe, cuya música secreta habita desde hace siglos el envés de nuestra lengua.